Por: Bernardo Gortaire - 9 de abril de 2025
Resulta tal vez irónico que en una elección democrática el electorado haya optado, con notoria claridad (Daniel Noboa: 44.17% - Luisa González: 44%), dos candidaturas que enfrentan severos cuestionamientos por la tendencia a recurrir a medidas no democráticas para el alcance de sus objetivos. Por otro lado, no resulta sorprendente, instituciones como Transparencia Internacional siempre han colocado al país en el rango de regímenes híbridos; es decir, sistemas en los que, sin caer en la dictadura, se recurren a prácticas ajenas a la democracia liberal. En la misma línea, el último Barómetro de las Américas de LAPOP de 2023, encontraba que apenas el 51% de los ecuatorianos apoya la democracia, con un nivel de satisfacción en el modelo democrático de solo el 23%.
Los candidatos que llegan al ballotage personifican estas conclusiones. Por un lado, el presidente en funciones, Daniel Noboa, es hijo de Álvaro Noboa, quien se estima como el hombre más rico del país. El padre del presidente ecuatoriano intentó sin éxito asumir la presidencia, hasta en cinco ocasiones, recurriendo a todo tipo de medios clientelares regalando mosquiteros, colchones o alimentos producidos por sus empresas y sus granjas. Sin embargo, tras el fallido gobierno de Guillermo Lasso que se vio forzado a declarar la “muerte cruzada”, el sueño de Álvaro se vio realizado en su hijo Daniel quien surgió inesperadamente entre 8 candidaturas, en unas elecciones marcadas con sangre, tras el asesinato de Fernando Villavicencio en medio de la campaña.
Daniel Noboa no llegó solo, los registros de la compra de votos a través de los medios utilizados por su padre, prohibidos por la ley electoral, están en sus propias redes sociales. Sin sonrojarse, y lo que ha sido llamado por su propio equipo de trabajo como “presencia en territorio”, su campaña está rodeada de canastas de productos, rechazo de banano (es decir producto que no cumple con las características de exportación), y también de brigadas médicas de su madre, Anabella Azín, quien ahora también ha sido electa como Asambleísta Nacional en 2025. Ni el Consejo Nacional Electoral (CNE) ni el Tribunal Contencioso Electoral (TCE) han hecho algo para contener estos actos clientelares.
Pero esto es algo que tampoco genera sorpresas. El presidente-candidato, como se ha denominado a Daniel Noboa, ha infringido la regulación electoral de forma abierta y hasta con cierto grado de orgullo. Su distanciamiento con su primera vicepresidenta, electa legítimamente por el voto popular, Verónica Abad es de conocimiento público. Y también han sido públicos todos los esfuerzos para impedir que ella lo reemplace durante el período de campaña como lo indica la ley. En un acto de circo legal, Noboa intentó que su Ministra de Trabajo, Ivonne Núñez, destituya a Abad a través de una sanción administrativa, algo que la justicia ecuatoriana determinó como ilegal.
No obstante, Noboa ha logrado su cometido por vía del TCE que, a pesar de pertenecer a una función ajena al ejecutivo, se ha mostrado casi servil a los intereses presidenciales en esta nueva carrera electoral. En una sentencia de última instancia, el 24 de marzo de 2025, se ratificó la sentencia que impide a Verónica Abad ejercer cargos públicos por dos años. Con esto se ratificó la declaración de Daniel Noboa quien se propuso a si mismo como “un pésimo enemigo a tener”, y queda claro que ni siquiera sus antiguos aliados están a salvo.
Mientras tanto, su presidencia ha sido ecléctica. Por un lado, se han dado muestras de retorno del papel del Estado en lo que ocurre en el país. Tras los intentos de los asesores libertarios de Guillermo Lasso de contraer las capacidades estatales al máximo posible, el ascenso de la delincuencia organizada empujó al gobierno de Noboa a tomar un camino diferente. Al declarar un conflicto armado interno no internacional (CANI) se han movilizado grandes recursos para que las fuerzas de seguridad retomen el control territorial. Al mismo tiempo, la inyección de capital a través de bonos se ha activado, sobre todo en el marco de la campaña presidencial.
El problema está que, en la realidad, todo da muestras de un gran esquema de improvisación adornada por el marketing político. A pesar de que en 2023 se contuvo, e incluso se redujo el número de muertes violentas en un 16%, lo cierto es que la intervención de las fuerzas de seguridad está acompañada por su propio discurso de violencia y negligencia. El Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (CDH) ha denunciado al menos 27 desapariciones forzadas por parte del Estado, desde que se declaró el CANI, siendo el caso de los niños de las Malvinas, sometidos a tortura y cuyos cuerpos fueron profanados para ocultar los hechos, el que ha ganado más, aunque insuficiente, notoriedad. Mientras tanto Noboa, tratando de copiar a Nayib Bukele, ha ofrecido impunidad a las fuerzas de seguridad, haciendo de menos las preocupaciones de las organizaciones de Derechos Humanos nacionales e incluso ignorando los llamados de atención provenientes de Naciones Unidas.
Durante el gobierno de Noboa, el país ha estado sumergido en las sombras, de forma literal. Entre septiembre y diciembre de 2024, Ecuador enfrentó una serie de suspensiones de la energía eléctrica que, en algunos casos, llegó a superar las 12 horas sin acceso a este servicio básico. Los impactos económicos fueron significativos, con decenas de millones de personas afectadas en su capacidad productiva, con jornadas reducidas, pérdida de insumos, o siendo forzados a comprar sus propios equipos de generación eléctrica para poder trabajar. Todo esto sin claridad en el impacto a largo plazo en el proceso de formación educativa de los millones de niños y jóvenes, muchos de los cuales ya habían visto su estudio alterado por la pandemia de COVID-19, que tenían que hacer sus deberes en la oscuridad o desvelarse para poder cumplir con sus obligaciones.
A esto se suma la salida ante la gran mayoría de problemas por parte del gobierno es acusar de sabotaje a su propio equipo y a sus opositores. La crisis de inseguridad es responsabilidad de actores políticos que pactan con sicarios y narcos porque quieren hacer ver mal al gobierno. La falta de luz es por culpa de zarigüeyas y su propia ministra. El horripilante derrame de petróleo registrado en Esmeraldas también fue un sabotaje sin responsables. Mientras tanto los escándalos sobre construcciones en zonas protegidas por parte de la empresa de la esposa del presidente o la asignación de contratos a empresas vinculadas con la familia del primer mandatario se gestionan en silencio hasta que desaparecen cobijadas por un nuevo escándalo.
Con toda esta antesala, cualquier persona alejada de la realidad ecuatoriana podría pensar que cualquier alternativa es mejor y llegaría a contemplar que las opciones de reelección de Daniel Noboa son nulas. No obstante, Luisa González, vocera del movimiento correísta, no inspira confianza a la otra mitad del polarizado país. Sus seguidores se han limitado a justificar la animadversión en un “odio” generado por los medios de comunicación y las élites del país. La campaña de González se ha esforzado en promover una imagen alterna, destacando que Luisa no es Rafael Correa, pero ni sus seguidores ni opositores han podido, ni querido, marcar las distancias de la verdadera figura que moviliza el voto hacia González.
El correísmo acarrea consigo méritos en prácticamente todos los ámbitos de desarrollo humano. Durante su mandato Rafael Correa pudo jactarse de un importante crecimiento económico, ampliación de la infraestructura, mejora en el funcionamiento del aparato burocrático, un entorno de seguridad y paz, e incluso un cierto grado de prestigio del país a nivel internacional. No obstante, lleva también la pesada carga de ser reconocido como un gobierno iliberal, cercano con las administraciones autoritarias del socialismo del siglo XXI, como Venezuela y Nicaragua. También sale a la luz la forma corrupta en la que se consiguieron algunos de sus objetivos, a través de contratos que no cumplían los criterios mínimos de transparencia en la administración pública y teñidos por la corrupción y sobreprecios; la ocupación de la función pública con fieles seguidores del partido, al más puro estilo de las dictaduras de partido único; así como su propia dosis de persecución a medios de comunicación, represión a la protesta y un aparato de vigilancia estatal utilizado para controlar a sus opositores.
Así como muchas personas recuerdas al gobierno del correísmo con nostalgia y, en algunos casos, con fanatismo devoto, varios lo ven como la antítesis de un buen gobierno. Parte de la vigente polarización que impide la gobernanza del Ecuador fue promovida por el propio correísmo, que recurrió al discurso dialéctico del “nosotros” versus “los otros”, la “patria” contra sus “enemigos”; que ha sido retomado hasta el cansancio por sus opositores que han consolidado el heterogéneo fenómeno político del anticorreísmo. Ambas fuerzas, el correísmo y el anticorreísmo, dependen de la vigencia de la figura de Rafael Correa, refugiado en Bélgica desde 2017, y con saldos pendientes con la justicia ecuatoriana. La supervivencia de este debate le resta capacidades a la política ecuatoriana para funcionar apropiadamente hacia el alcance de soluciones comunes, perpetuando intentos de sabotaje de lado y lado para concentrar poder.
Precisamente esta apuesta por concentrar el poder resulta preocupante de la candidatura de González, quien se muestra rotundamente opuesta a la idea de condenar el régimen venezolano. Su argumento, reducido ad absurdum por sus opositores, es que necesita colaborar con el gobierno de Maduro para gestionar el problema de la inmigración venezolana. Esta situación tomó un giro impropio del progresismo que supuestamente la revolución ciudadana promueve, cuando la candidata declaró en el último debate presidencial que, de ser electa, replicaría la estrategia de Donald Trump y deportaría a los venezolanos que, supuestamente, Daniel Noboa había dejado ingresar a Ecuador. Con esto, Luisa abrazó la xenofobia y se olvidó por completo de los principios de ciudadanía universal y libre movilidad que su propio movimiento consagró en la Constitución de 2008.
González promete recuperar el Estado que los gobiernos posteriores a la administración de Rafael Correa optaron por dejar atrás, devolviéndole un rol en la economía, aumentando la inversión pública. Sin embargo, hasta el momento, no ha dado ninguna señal de estar dispuesta a abandonar los vicios de su movimiento. Es más, a pesar del supuesto discurso de esperanza y unión promovida en su campaña, cualquiera que opte por cuestionar su propuesta en medios o redes sociales tiene la garantía de que será sometido a una serie de insultos y humillaciones por parte de los seguidores y trols del correísmo, muchos de los cuales se muestran sedientos de venganza.
A pesar de que ha ocupado la mayoría de los escaños en la función legislativa desde la salida de la presidencia de Rafael Correa, la revolución ciudadana se excusa en su vacancia de la presidencia para no asumir responsabilidades de la grave crisis multinivel que atraviesa el Ecuador. Tampoco hace referencia al hecho de que administran varios de los gobiernos locales más importantes, desde las municipalidades de Quito y Guayaquil a las prefecturas de Pichincha, Guayas, Azuay y Manabí. Es decir, el correísmo es partícipe de lo que ocurre, pero se justifica en el hecho de que el hiperpresidencialismo ecuatoriano es suficiente barrera como para dar soluciones definitivas a los problemas de la ciudadanía.
De la misma manera, el correísmo a su vez se ha victimizado, acusa al sistema de haberlo sometido a persecución, lo cual en parte es cierto, pues prácticamente todos los gobiernos subsecuentes han realizado cacerías de brujas en las instituciones públicas, tratando de expulsar a todos aquellos que puedan ser considerados como correístas. Una especie de macartismo criollo que la evidencia ha mostrado más pernicioso que útil, pues las condiciones de vida de la población ecuatoriana solo han continuado empeorando. Sin embargo, también juegan con la idea del “lawfare”, sin admitir responsabilidades en los excesos y contratos perjudiciales para el Estado que la cúpula política permitió y promovió durante su mandato. Además, caricaturiza a la justicia, haciéndole daño al propio país, pues bajo esa perspectiva no hay manera de probar cuando alguien ha violado la ley, pues siempre podrán excusarse en que existe una persecución. Al mismo tiempo, mantiene la puerta abierta para “meter la mano” en la justicia hasta que sea de su agrado, como ya ocurrió durante el mandato de Rafael Correa.
En medio de todo esto, los actores más beneficiados por la falta de una política enfocada en personas en lugar de soluciones son los grupos del crimen organizado; aunque probablemente debería hacerse referencia a los beneficiarios económicos, cuyos rostros se mantienen ocultos. Es más, ambos candidatos se han esforzado en ventilar al otro como beneficiarios de esta cadena de delitos. A Luisa González se la conecta con las serias acusaciones de que el correísmo ha sido financiado por las FARC y que la paz alcanzada durante su administración fue lograda por una alianza con los grupos criminales. A Daniel Noboa se lo conecta con el hecho de que la cocaína que sale de Ecuador lo hace mayoritariamente a través de los cargamentos de banano, algunos de los cuales son de las empresas de la familia del actual presidente.
No obstante, las acusaciones en Ecuador vuelan y no se concretan en ningún beneficio para la ciudadanía. Aunque, para ser sinceros, la ciudadanía tampoco parece demasiado interesada en que se acabe el conflicto, sino que se satisface con los memes, los titulares tendenciosos, y la guerra abierta entre polos políticos. Tanto así que, el 13 de abril, la gente se dirigirá a las urnas escogiendo a qué enfermedad política tendrá que enfrentar durante los próximos cuatro años o, si es que se concreta la opción de ambos candidatos a llamar a una Asamblea Constituyente, tal vez por más tiempo.